
Fragmento excluido de la edición definitiva de Las aguas del olvido
El último día de nuestra estancia con Elisa amaneció muy nublado, oscuro, y con un calor pegajoso. De vez en cuando se oía algún trueno sin importancia. Como siempre, desayunamos en la naya, algo tristes, pero procurábamos decir esas tonterías sin sentido que amenizan la conversación, o martirizábamos a Héctor con nuestras puyas. De pronto, sin apenas transición, el cielo se puso negro y estalló una formidable tormenta con rayos, truenos, y mucha agua, la típica tormenta mediterránea de septiembre, corta pero intensa. Me quedé sola en la naya disfrutando del aguacero y la pirotecnia eléctrica, qué le voy a hacer, no me dan miedo, y eso que hace años, según cuenta Elisa, un rayo destrozó una de las palmeras. Me quedé, y mientras veía llover pensé que algo bueno traería este agua, que algo malo se llevaría, que el aguacero limpiaría todas las cloacas.
A la tarde salió un sol hermoso y el aire estaba cargado de un sobrio y fuerte perfume, de modo que me fui pasear a la playa, incluso a darme un baño. Me fui sola pues Emma tenía que hacer sus maletas, Elisa ir a la Biblioteca, y Héctor es reacio a las arenas, el agua y los trajes de baño. Yo, como soy de poco equipaje, ya lo tenía todo recogido para salir a la mañana siguiente.
Mi última tarde en la playa; había poca gente y no me pude bañar porque la mar estaba muy revuelta, con resaca y mar de fondo, como enfadada; había un oleaje violento y desordenado. Cerca de mí andaba una pareja con un cubito de hacer castillos de arena, y una pala. Me acerqué más y vi que se trataba de dos abueletes maduros y de buen ver; nos saludamos. Dirá usted que ya somos mayores para andar haciendo castillitos, pero verá, y se reían con orgullo, es que tenemos dos nietos, y el mayor, de tres años, nos ha dicho que le llevemos de regalo conchas, caracolas, y un frasco con arena y agua de mar, es que le gusta mucho la playa, ¿sabe usted?. Así que les ayudé a buscar conchas, era tanta la ternura que inspiraban. Tanto ellos como yo pensábamos que con la tormenta el mar habría sido generoso, pero en la orilla sólo había algas, botellas de plástico, mecheros y algún pez muerto, qué decepción. ¿Y qué van a llevar al niño?, les pregunté. Bueno, le compraremos un paquete en una tienda de esas que venden cosas del mar; no es lo mismo, pero peor sería quitarle la ilusión, contestó la mujer. Y mirando hacia el horizonte, con tristeza dijo que sentía pena por este mar y estas playas que ya no tienen ni conchas. Con lo que ha sido, con lo que ha tenido. Volvió la vista hacia el interior y recorrió los grandes edificios que amenazaban con adueñarse de todo.
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