
No, desde luego que no. Uno puede tener la necesidad, inspiración o capricho de meterse en un tonel, exiliarse de ese modo, provocar a los atenienses de su tiempo, incluso merecer la mención de su homónimo historiador hasta el punto de convertirlo en artífice notable del cinismo filosófico.
O también, llevado por su modo de ser estoico, encerrarse en su propia torre para escribir y opinar sobre esto y aquello. Pero en ambos conocidos y notables ejemplos, fue la elección el motor del apartamiento.
Pero no es eso ni mucho menos lo que le ocurre a nuestro protagonista que, por el simple hecho de parar a estirar las piernas en un viaje rutinario cae y acaba sumido en el fondo de un hoyo.
Un accidente, pensaremos, algo que tiene remedio con voluntad y suerte. Pero no. Caer al hoyo tiene consecuencias y no es tan fácil salir, como puede comprobar cualquiera que caiga en uno, sea real o metafórico. Y por si fuera poco te da tiempo a pensar en la vida y caer en la cuenta de la presencia de ese amasijo viscoso, óseo y cartilaginoso que llamamos cuerpo, no porque pienses en él sino porque es él quien te pone al tanto de su existencia.
Pero esta peripecia hay que contarla y nadie mejor que Manuel Cerdà para hacerlo. Por eso escribe y publica El Hoyo (Amazon. EDA. 2020), novela que se lee casi de un tirón, pero que luego te deja abierto un amplio campo de reflexión de los que abarcan diversos órdenes de la vida.

El Hoyo no es la obra de un activista ni de un misionero, aunque sí de un agitador, y como tal, agita. Agita el pensamiento, adormilado por tanto lugar común, agita el lenguaje al que confronta permanentemente con la realidad y la experiencia, agita la literatura al hacer desde ella una parodia de los abundantes tópicos.
Caí en el hoyo de Manuel Cerdà y, la verdad, os diré que hay qué ver lo que uno ve al mirar el mundo a tres o cuatro metros bajo tierra.
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