Me cogió de sorpresa. Me dijo: Ven, acompáñame, quiero que la conozcas. ¿A quién?, le pregunté. A una muchacha. La verdad es que no pregunté más ni quise ahondar en la conversación. Subió al coche y me indicó que subiera yo también.
En el corto viaje me contó que estaba gestionando la compra de un teléfono móvil: Ahora yo, con un cacharro de esos, me dijo, pero son tan necesarios, tan útiles… Fíjate que puedes hablar con quien quieras desde donde quieras. Siempre que haya cobertura, pensé, pero no se lo dije. También pensé que esas palabras no eran suyas sino el reflejo de la que iba a conocer. Entonces vamos a una tienda de esas, medio le pregunté. Sí, a una tienda de esas, me contestó con expresión beatífica.
Braulio Gamarra era un hombre mayor, como se dice ahora. Tenía setenta y cinco años y había enviudado hacía dos. Yo era bastante joven a su lado, pero fuimos amigos desde hacía tiempo, debido a circunstancias que no vienen al caso en este relato, aunque sí diré que ellos, Braulio y Lucía por su parte, y nosotros, Sofía y yo por la nuestra, vinimos a recalar aquí a traídos por la tranquilidad y la benignidad del clima, y por la oportunidad que nos brindó, a nosotros, el hecho de que te consideren inservible para el trabajo a una edad demasiado temprana. El caso es que nos afincamos en estos contornos y nos hicimos amigos.
El automóvil enfilaba las primeras calles de la ciudad y pareciera que participaba de la impaciencia de Braulio por llegar a la tienda donde, suponía yo, compraría uno de esos teléfonos, y, pensé, allí estaría ella, la muchacha, que bien pudiera ser una mujer entrada en años, viuda también, pero con energía y conocimientos suficientes para regentar una tienda de ese tipo.
Después de callejear brevemente, aparcó ante una tienda de electrodomésticos donde habían colocado el pomposo reclamo de la operadora concesionaria de los servicios de telefonía móvil. Salió decidido del coche y entró raudo en la tienda.
Atendiendo no estaba la viuda que yo esperaba; muy al contrario, una chica muy joven, rubia, con unos ojos en los que se diría se concentraba un trozo de cielo, fina, con brazos de terciopelo, con una sonrisa encantadora se dirigió a Braulio:
—¿Te has decidido ya?
—Bueno… sí… en realidad no… en fin, que he traído conmigo a este amigo para que me asesore —contestó Braulio.
—¿Tan poco te fías de mí? —la pregunta llevaba una inmensa carga de picardía.
—No, no es eso, no… Es que ha venido conmigo y he aprovechado…
—Pues sepa usted que conmigo no puede encontrar mejor asesora. Bueno, yo soy Alicia ¿Y usted?
—Le dije mi nombre con un balbuceo y la mocita salió del mostrador para plantarme dos besos.
La verdad es que no me costó comprender el trance por el que pasaba mi amigo con Alicia, y me esforcé por hacerme el indiferente para escapar de su magnetismo. Alicia se dirigió decidida al expositor y mostró a Braulio un teléfono minúsculo y atractivo. Le dijo que disponía de no sé cuantas funciones y que habían incorporado una cámara de fotos. Ni que decir tiene que Braulio le compró el teléfono y le pidió a Alicia el suyo para estrenar la agenda. Me lo apuntas y así aprendo, le dijo. Alicia le dijo con una sonrisa que el de la tienda ya lo tenía, pero te voy a apuntar el mío personal; por si tienes algún problema en las horas en que esté cerrado. No creas que se lo doy a todos los clientes, añadió.
—¿Qué te parece? —me preguntó con gran interés cuando salimos de la tienda.
—¿Qué me va a parecer? —le contesté— Pues una chica muy guapa y despierta, una brujilla.
—¿Sabes a quién me recuerda? —me preguntó divertido— Pues me recuerda a la brujilla de la película de Armiñán.
Al ver mi despiste prosiguió con énfasis:
—Sí, hombre. A Victoria Abril en ‘La hora bruja’. Paco Rabal y Concha Velasco van con una autocaravana proyectando cine en los pueblos…
—Ah, sí, claro que la recuerdo —le dije—. Y Victoria abril es la brujilla. Sí, la vislumbro en el campanario de esa torre de Allariz que se ve desde cualquier sitio.
—Claro, la película la rodaron en Galicia, siempre con la luz de la caída de la tarde, cuando se acaba de poner el sol, la hora bruja… Pero, a lo que iba ¿Qué te parece?
—Ya te lo he dicho —le contesté—. Pero ¿A qué viene ese interés? ¿No te habrás…?
—¿Enamorado?
—Eso es, enamorado.
Nos acercamos a un bar con terraza a tomar café.
—Pues sí, me he enamorado de ella. Como un crío, como un adolescente ¿Qué te crees?
—No, yo no me creo nada —le dije—. La chica enamora, es verdad; pero hombre…
—Pero hombre, nada. Aunque veo por dónde vas; y no es eso. Bien sé quién es ella y quién soy yo. Además está casada.
—¿Tan joven? —pregunté por preguntar.
—Tan joven y con un hombre que no la merece.
Pensé que Braulio desvariaba, que se comportaba con un desatino impropio. Estaba lanzado y prosiguió:
—Vaya por delante que no pretendo nada de ella, que yo sé quién soy —parafraseó a Don Quijote—, pero verla, oírla, sentirla y soñar con ella me alegra la vida.
—Y el marido, ¿por qué no la merece?
—Porque es un hombre rudo, con unas manos callosas y enormes. Si vieras cómo sufro cuando las imagino tocando su cuerpo de seda.
—Supón que a ella le gusta, que en la intimidad ese hombre es el más delicado y tierno de los amantes.
—¡No puede ser! Es un pecado que ese hombre toque a esa niña ¡Con esas manos!
Pagamos, fuimos hacia el coche y en el viaje continuamos la conversación.
—No me hago ilusión alguna, no creas —me confesó—; bien sé que soy un viejo y dónde está mi sitio; pero, amigo mío, jamás pensé que a estas alturas me iba a venir esta fiebre. No es admiración, no es una ensoñación de viejo verde, no hay nada de lo que avergonzarse, así que ya lo sabes.
En algo no se equivocaba Braulio. No había pasado demasiado tiempo, cuando Alicia se divorció y desapareció de la ciudad.
—Ya está con otro —me dijo Braulio con pena—; no tiene suerte. Este otro es un otelo que no la deja ni a sol ni a sombra, pero nos buscamos las triquiñuelas para llamarnos de vez en cuando. Así que estoy siempre pendiente del teléfono, solo por oír su voz, que es como si la viera.
Pasó el tiempo y continuaron con sus llamadas. Alicia tuvo dos hijos y Braulio envejeció del todo, enfermó y murió. Antes de morir, me dijo que, cuando ocurriera, la llamara para comunicárselo.
Así lo hice y, después de cruzar las palabras convencionales que se usan en estos casos, me dijo entre sollozos:
—A mi manera he querido mucho a Braulio. No conocí jamás a un hombre que me hablara y mirara con tanto amor, tanto respeto y tanta ternura. Se despidió de mí de la forma que lo hacen quienes saben que no volverán a verse ni hablar el resto de su vida.
Ahora, al cabo de los años, me asalta este recuerdo, del que dejo constancia en este escrito.
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