Con este cuento reanudo mi actividad en el blog. Hay que dejar al relato de Fraguela que siga su ritmo. La novela tiene su tiempo y sus exigencias. ‘El año sabático’ forma parte de mi colección de relatos cortos ‘Amelia y doña Rosa‘.
Por fin me había decidido. No niego que me costara, en el fondo soy muy indeciso; en cuanto quiero o necesito tomar una determinación aparecen en tropel todos los inconvenientes imaginables: unos los exagero y otros los invento: no hay proyecto que no viva como un parto doloroso. De todos modos, tenía que hacerlo: contar con tiempo para mí, alrededor de un año, solo en aquella casa, alejado de amigos y relaciones: pasear y escribir: eso únicamente. Pero una cosa es pensarlo y otra hacerlo. Además, estaba Marcela ¿Qué decirle?: ‘Oye, me voy, quiero estar solo’, que es tanto como soltarle: ‘Mira, me estorbas’. Decimos que estamos al cabo de todo y sin embargo tenemos los sentimientos a flor de piel; nos sentimos despreciados, ninguneados, como decimos, asunto de una gravedad extrema, porque bien está que a uno lo hieran o desprecien, pero que lo consideren tan poca cosa, que lo ninguneen… ¿Cómo le digo a Marcela que me voy, que no quiero que me distraiga nadie?
¿Cómo no se va a sentir herida, ninguneada, despreciada? Y si encima le digo que no quiero llamadas ni visitas, que por menos de nada se me presenta con Lola, con Jacinto, con Faustina. Aunque, bien mirado, no descartaba la posibilidad más que cierta de que a los dos días la echaría de menos, la llamaría, le diría: ‘Anda, ven a pasar unos días conmigo’. Como la tarde en que, yo callado, pensando en decírselo, pero haciendo que leía la revista dominical del periódico, me dijo que me arrancara:
—Dime lo que tengas que decirme, no te lo guardes —me dijo al tiempo que me miraba con expresión interrogativa.
—No, nada cariño, que me quiero ir por una temporada.
—¿Cuánto, unos días? Yo también quiero moverme un poco, romper la monotonía…
Fue decirme eso y sentirme hundido. Romper la monotonía es tanto como decir romper el tedio.
—No —le dije—, no te hablo de días, te hablo de un año como poco; necesito estar solo.
—¿Para qué? —la pregunta se me clavó como un dardo.
—Para escribir y pensar; ya es hora de que me ponga en serio; cuando no es por una cosa es por otra, el caso es que no puedo trabajar, no tengo tiempo ni sosiego; necesito estar solo, cariño, lo necesito, créeme.
—No, si yo te creo; de lo que no estoy tan segura es de que tanta soledad te sirva para algo, para escribir y pensar, como dices… Pero bueno, tú sabrás.
Cómo que yo sabré. Esperaba que me dijera que dónde iba, que la llevara conmigo, que un año separados, y lo único que se le ocurre es decirme que yo sabré.
No sé si será bueno o malo. Aunque parezca mentira, mis neuras y obsesiones me las paso solo, sin recurrir a psicólogos ni psiquiatras, tampoco a los libros de autoayuda, aunque, en honor a la verdad, el hombro de Marcela me sirve de apoyo y es en ella en quien vierto mis dudas, que son muchas. El caso es que me dijo ‘Tú sabrás’ y me quedé callado y serio; compungido, dijo ella, me cogió la cara con las manos, me acarició, me presionó las mejillas, me besó, me susurró: ‘Está bien, vete’. Pero me dio quince días: ‘Seguro que antes me llamas’, y siguió hablándome; me advirtió: ‘Tú sabrás lo que haces, porque la soledad es muy mala consejera y yo no he nacido para estar sola; puede que vuelvas y ya no esté’.
Que vuelvas y ya no esté. Eso me dijo. La llamo todos los días; al fijo, nada de móvil; con el móvil ya se sabe; mejor dicho, se sabe poco, y no me constaría que estuviera en casa. Que la llame al móvil y me responda no quiere decir que no se haya ido. La llamo todos los días, no una sola vez sino tres o cuatro ¡Hasta cinco! Calculo la hora en la que seguro tiene que contestarme, estar en casa como de costumbre; y no me coge el teléfono, y me entran las dudas, y me consumo porque no sé si no quiere cogerlo o es verdad lo que me cuenta. Porque Marcela, tan hogareña, tan ocupada con sus lecturas, su cocina, las series de televisión, me dice que ha salido de compras, al cine, a tomar algo con las amigas, a casa de su hermana, al teatro. ‘No sabes el agobio; me falta el tiempo’, me dice. Luego me pregunta (no la veo, pero capto el retintín) qué tal llevo la novela, si paseo mucho. Pero, ¿cómo voy a empezar la novela si me tiene todo el día pendiente de ella? Eso no se lo digo, pero lo pienso.
El caso es que no sé qué hacer; mira que si le da por venir. No arranco. No doy con el tono ni con el tema. Tampoco con los personajes. Nada de nada. Me dirá: ‘Entonces no es mía la culpa, ni de la casa, ni de la ciudad’. Eso es lo que más me martiriza, que no comprenda que no es tan fácil, que se tienen que dar las condiciones, que no siempre se consiguen. Sobre todo si te hacen luz de gas, como ella me hace, a veces, pienso, con su punto de perversidad. La llamo y me dice: ‘¿A que no sabes con quién me he encontrado?’. ‘¿Con quién?’, le pregunto con toda la inocencia. ‘Con Antonio Silva’, me contesta y me caigo para atrás o me falta poco. Antonio Silva es un antiguo novio suyo, también amigo mío, o eso creo. ‘¿Cómo está?’, le pregunto. ‘Bien; un poco taciturno y triste lo he visto; se acaba de divorciar’. Se acaba de divorciar, se acaba de divorciar; no puedo evitar pensar: ella sola, yo lejos, y Antonio Silva recién divorciado. ‘Cuánto lo siento’, miento con retranca. Es cuando me clava la puntilla. Me dice: ‘Mañana no me llames hasta la noche; me ha invitado a comer; así me cuenta lo del divorcio’. ¿Quién escribe con esta zozobra? Salgo a pasear y miro el móvil cincuenta veces: la pantalla en blanco. Hay días que me manda por whatsapp un vídeo con las amigas. No sé, pero me parece que se traen una guasa…
Pasan los días y no escribo ni una línea. A Marcela le digo que llevo escritas unas cuarenta páginas, que me habría cundido más si no me viera obligado a volver atrás para ensamblar bien la historia, que todo va bien, que estoy contento con mi trabajo. ‘¿Vas a venir?’, le pregunto y me dice que no, que es mejor que no me distraiga, ‘No sea que pierdas el hilo ahora que vas tan lanzado’. ‘Sí, claro’, digo sin convicción. ‘De seguir así, antes del año estará listo el manuscrito’.
Va para tres meses. El invierno se recrudece. Los días son cortos y oscuros. Me molesta la lluvia y me cuesta calentar la casa. Hay leña de sobra, pero tengo que acarrear al menos cuatro capazos llenos de troncos. Si me quiero conectar a Internet para consultar o bajar algo, tengo que ir a la Biblioteca y aprovechar el wifi. Al principio era algo remiso, por no perder el tiempo. Me limitaba a bajar a por el periódico, a tomar un café y a hacer una compra rápida. Pero pasados unos días acabas por relacionarte. Alguien se te junta a pegar la hebra, te invita y tú lo haces al día siguiente; se va fraguando la relación y algo así como un conato de amistad. Otro día te quedas a comer y compartes mesa con alguien a quien conoces de vista. Sabe quién eres y dónde paras. No tienes más remedio que decir qué haces, por qué estás allí, al fin y al cabo es lo más creíble y además es la verdad, salvo que no has escrito ni una línea.
La Biblioteca está atendida por tres personas: Esther, la bibliotecaria, y dos ayudantes, un chico y una chica. Al principio apenas conversas. Lo justo: hacerte el carnet, preguntar los horarios —una redundancia porque hay carteles por todas partes—, los plazos de los préstamos. Esther te dice que la norma son veinte días prorrogables, pero que tampoco son muy estrictos. Aunque no leas te llevas un par de libros: una novela y un ensayo, te dices que por no desentonar. Vuelves al día siguiente, y al otro, así todos los días, te haces asiduo; miras Internet como quien mira las musarañas, no buscas las informaciones que apuntas para con ellas ilustrar tu mal pergeñada novela; vas donde la bibliotecaria, le preguntas, consulta las fichas: ‘Pronto lo tendremos todo informatizado, pero aún andamos con así’, te dice a modo de excusa. ‘Mejor, más seguro’, le dices sin asombrarte de tu cinismo; en realidad buscas acaparar su atención, conseguir su complicidad. Como anillo al dedo acaba de llegar el ayudante. Unas calles más abajo hay un café de estilo antiguo, con mesas de mármol y pinturas en las paredes, una exposición permanente de artistas locales, sin música estridente, lo más adecuado para una bibliotecaria y un escritor. La invitarás, le dirás que escribes, que precisamente has buscado ese retiro para hacerlo más a gusto, sin que nada te distraiga. No caes en la cuenta de que no llevas nada escrito ni de que hasta ahora sólo has publicado una novela poco leída, premio local, editada por una caja de ahorros. Como si nada, piensas que, pasados los días, los cafés y alguna comida, Esther, picada por la curiosidad, quizá por el afán de conocerte mejor, te pedirá que le enseñes el manuscrito, y, claro, le dirás que no, que ahora no, cuando el borrador esté terminado, que estarás muy agradecido de que sea tu primera lectora. Pero ahora se trata de ir al café y llevas demasiado tiempo allí delante sin decir nada, como pasmado. Es cuando oyes que la bibliotecaria te dice: ‘Voy a tomar algo; si quiere me acompaña; le invito’.
Falta poco para que se cumpla el año. Marcela apenas me llama; yo, una vez a la semana. Me dice que apenas tiene tiempo libre: las amigas, su hermana, el taichí, pilates, yoga, natación, baile; el coro en el que luce sus dotes de soprano, el teatro, las presentaciones: ‘No te puedes hacer ni idea de lo que publica la gente’, me dice con mucha retranca y mala uva. No me pregunta por mi novela, si escribo o no escribo; tampoco se interesa por mi vuelta.
No he comenzado la novela. Paseo, leo poco, voy mucho al pueblo, me reúno con la bibliotecaria y otros amigos. Nos juntamos a cenar de vez en cuando. Algún fin de semana vamos a la capital. Hay noches que se queda a dormir. Mañana iré a pagar la casa. Le diré a la casera que me prorrogue el alquiler por un año más.
Deja una respuesta