En las conversaciones de confinamiento señalamos la grata sorpresa que nos está dando esta primavera: llueve. Llueve como no lo hacía desde tiempo inmemorial, que es como expresar la infinitud: ha pasado tanto que ha rebasado nuestra capacidad de recordar.
En este punto aventuramos una hipótesis: la caída, la disminución —sobre el desplome escribiré en otra ocasión— de la contaminación posibilita el paso de las borrascas primaverales.
Y es un gusto contemplar desde el mirador la alfombra verde salpicada de flores blancas y amarillas, como también lo es oír y escuchar el repiqueteo de la lluvia en los cristales de las ventanas y, de fondo, ver la ciudad envuelta en la neblina.
Pero no todo va a ser lirismo. Allá va esta breve fábula.
No se sabe a ciencia cierta si fueron los osos polares, los tigres de Bengala, los pequeños gorriones o las afanosas abejas, el caso es que por todos los confines corrió la voz y vino a celebrarse una nutrida asamblea en la que estaba representada —si no toda— gran parte de la fauna terrestre, excluido el hombre, naturalmente. Esto no puede seguir así, dijo el representante de los osos polares, cuando no haya hielo, ¿dónde vamos a vivir?. Así, cada cual explicaba las calamidades por las que venía pasando, sin alcanzar a ver una solución. Pero alguien levantó la mano y preguntó de manera retórica: ¿No dicen eso de quien a hierro mata a hierro muere? Pues eso…
…Y los peces se volvieron a dejar ver en los canales venecianos, las aguas de los ríos se volvieron transparentes y el aire diáfano. Y abril, con sus inveteradas lluvias, cubrió los campos de hierba y modestas florecillas.
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