¡Qué calor! Y qué le voy a hacer, tiene un efecto perverso: estoy desganado y cansado de este bochorno que embota los sentidos y, será por su causa, menos dispuesto a pasar por alto este maldito alicatado territorial y urbano en que han convertido la costa mediterránea. Sí, es cierto, la playa es hermosa, el mar azul y la arena rubia, pero la huella humana impone un suelo de cristal y los edificios obstaculizan arteramente el paso a la débil brisa. Menos mal que disfruto de un pinar, de algún solitario banco de madera en el que sentarme a leer amenizado por el canto rabioso de las chicharras. Escribir, cuando me despeje.
Pero no todo el verano ha sido así, siempre puede haber un locus amoenus, y yo tengo el mío donde, lejos del mundanal ruido, disfruto del silencio, la sombra, el fresco, la amistad y un vaso de buen vino; no te garantiza la disposición a escribir, pero te alegra la vida.
En esas estaba cuando aparecieron por allí mis queridos amigos Cati y Fidel. Ella es un culo de mal asiento y él se deja llevar. ¿Qué hacéis aquí?, me preguntó en seguida. Nada, ¿te parece poco?, le contesté. ¿Y no vais a ningún sitio?. No, le volví a contestar. Aunque no es del todo cierto: Carmen se ufana de ser una de las primeras personas que ha visto el Pórtico de la Gloria recién restaurado. Pues eso no puede ser, prosiguió Cati con toda energía, hay que ir al «banco más bonito del mundo». Naturalmente, no nos podíamos negar; sólo alcancé a defenderme diciéndole que había venido romper mi paz horaciana.
Claro que fuimos. La vista de los cabos, los acantilados y los rompientes es impresionante, pero el banco… Nada de pensar, no da tiempo. Todo el mundo con sus cámaras y sus móviles: una foto y que pase el siguiente. Mis amigos autóctonos dijeron: Ya volveremos en invierno y con temporal.
Cati estaba encantada y a punto de acabar con la memoria de su móvil de última generación.
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