Dejé Twitter, dejé Facebook: no tiene mérito: hay algo en esas redes que me desagrada, que no me compensa. Son adictivas y consumen demasiado tiempo; quieren tu alma y tu cuerpo, tu conciencia y tu estilo; tus gustos y tus palabras. Es cierto que a nada te obligan, pero el algoritmo tiene la paciencia del alfarero: te propone «amigos», te incluye en «grupos», te va modelando y, a través de la aceptación, los ‘me gusta’, te suministra la ración de dopamina (el «soma») precisa para mantener la autoestima. Mejor fuera.
Aunque no es nada fácil escapar al control. Hace unos días estuve en una óptica. Como llevaba el móvil encendido, en los días siguientes he sufrido un bombardeo de publicidad: gafas de todos los modelos. El teléfono cuenta tu vida: dónde estás, qué haces, qué escribes, qué dices ¿Apagar el móvil? ¿Cerrar cuentas? ¿Salir de las redes? ¿Cerrar el blog? ¿Desaparecer? ¿Dejar de ser?
Como el HAL9000 de 2001: Una odisea del espacio, siento la necesidad de apagarme. Leo la prensa, oigo la radio, veo la TV, y siento un enorme abatimiento, una desgana existencial ante tanta estupidez.
Pero siempre nos quedará la literatura. Buena o mala, tiene el efecto salvador de la palabra, y nos cubre con su manto protector.
¡Que sea ella la que hable!
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