La gran movilización protagonizada por las mujeres en el día de ayer marca un hito en la historia, un antes y un después: ya nada volverá a ser igual. Nos encontramos con un movimiento equiparable al de los negros norteamericanos en demanda de los derechos civiles o el de la juventud también norteamericana por la paz y contra la guerra de Vietnam. En lo social se puede tomar como el equivalente a la revolución de las costumbres iniciada en los años sesenta del siglo pasado.
A mi juicio no se trata de ser ellas, de hacerse feminista, de martirizar la gramática, sino de algo más hondo: dejar de ser machista. Feminismo y machismo no son antónimos: el primero es una elección; el segundo, un modo de ser. No pienso renegar de los juegos de seducción, quiero «amar cuanto ellas puedan tener de hospitalario» y decir obscenidades al oído de mi amante y que ella me las diga. Pero eso sí: no me basta con apuntar bien a la hora de mear, sino ir con bayeta y lejía y dejar el baño como los chorros del oro; no hay que ayudar, hay que hacer; no somos complementarios, ni medias naranjas: somos cada uno, uno, con su propia idiosincrasia. Eso es lo que nos toca. Y, naturalmente, presionar junto a ellas para que desde el Gobierno, el Parlamento y la Audiencia se desarrollen y apliquen leyes que protejan la igualdad y erradiquen la violencia, no con espíritu condescendiente sino igualitario.
Imagen tomada de El País
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