«Qué lees”, me pregunta Charles al verme tan concentrada y subida de tono. “Los cuadernos de don Rigoberto, de Vargas Llosa”, le digo sin levantar los ojos. “Ya, ese Vargas Llosa…”. A mí me gusta su forma de contar, su delicada relación con el idioma; leo y releo La orgía perpetua y me sube la autoestima. Qué te parece si leemos juntos, le propongo. Y créanme, ayer me preguntó por unas medias verdes que no recuerdo ni dónde las guardo, me persigue por los pasillos, me llama Lucrecia y me pregunta por la mirada del carnicero ¡Ay por Dios, qué sofoco a estas alturas!
Así que allá va una pequeña muestra.
Ésta es una orden de tu esclavo, amada.
Frente al espejo, sobre una cama o sofá engalanado con sedas de la India pintadas a mano o indonesio batik de circulares ojos, te tumbarás de espaldas, desvestida, y tus largos cabellos negros soltarás.
Levantarás recogida la pierna izquierda hasta formar un ángulo. Apoyarás la cabeza en tu hombro diestro, entreabrirás los labios y, estrujando con la mano derecha un cabo de la sábana, bajarás los párpados, simulando dormir. Fantasearás que un amarillo río de alas de mariposa y estrellas en polvo desciende sobre ti desde el cielo y te hiende.
¿Quién eres?
La Dánae de Gustav Klimt, naturalmente. No importa quién le sirviera para pintar ese óleo (1907-1908), el maestro te anticipó, te adivinó, te vio, tal como vendrías al mundo y serías, al otro lado del océano, medio siglo después. Creía recrear con sus pinceles a una dama de la mitología helena y estaba precreándote, belleza futura, esposa amante, madrastra sensual.
Sólo tú, entre todas las mujeres, como en esa fantasía plástica, juntas la pulcra perfección del ángel, su inocencia y su pureza, a un cuerpo atrevidamente terrenal. Hoy, prescindo de la firmeza de tus pechos y la beligerancia de tus caderas para rendir un homenaje exclusivo a la consistencia de tus muslos, templo de columnas donde quisiera ser atado y azotado por portarme mal.
Toda tú celebras mis sentidos.
Piel de terciopelo, saliva de áloe, delicada señora de codos y rodillas inmarcesibles, despierta, mírate en el espejo, díte: «Soy reverenciada y admirada como la que más, soy añorada y deseada como los espejismos líquidos de los desiertos por el sediento viajero».
Lucrecia – Dánae, Dánae – Lucrecia.
Ésta es una súplica de tu amo, esclava
*En Mario Vargas Llosa, Los cuadernos de don Rigoberto, Alfaguara, Madrid, 1997
Imágenes: 1. Egon Schiele. Mujer con medias verdes (1917) 2. Gustav Klimt. Dánae (1907)
Publicada en el extinto blog El cuento inacabado bajo el seudónimo de Madamebovary.
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